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Bastian Bux

Cuentos

La gota viajera

La gota viajera

        “¡Hemos llegado al mar!”

 

Había oído hablar tanto de él. Bueno, de él y de ella, porque cuando iba entre montañas lo nombraban en masculino y cuando su viaje se acercaba al final, o eso pensaba ella, cada vez con más frecuencia, le decían la mar. En una ocasión, oyó a unos pescadores que lo llamaban LA MAR OCÉANA, así con mucho respeto, y nuestra protagonista enseguida lo asoció a grandeza, majestuosidad, poderío, riqueza…

 

Los observadores externos a su medio veían iguales todas las gotas, sólo los más perspicaces, apreciaban pequeñas diferencias de tamaño y sin embargo cada una de ellas se consideraba distinta a las otras. Tenían dos características, la segunda era la más evidente, las describía como unas viajeras empedernidas. La otra, aun siendo la principal solía pasar inadvertida y el uso de la misma era lo que las llevaba a experimentar, dejando en su esencia marcas imperceptibles. ¡ERAN LIBRES!

 

Muchas experiencias había tenido pero un mundo nuevo se abría.

 

Su recorrido la había ido separando de la mayoría de compañeras que un día comenzaron su periplo en aquellas montañas del interior. Poco más de unas docenas permanecían juntas después de tantos avatares. Ocasionalmente se incorporaba alguna nueva al sentir algún tipo de afinidad. El compartir atrevimientos e incertidumbres, con sus tristezas y alegrías, les había llevado a considerarse una familia. Recordaba sin añoranza cómo las encontró y la promesa que se hicieron de permanecer juntas, “pasara lo que pasara”. Si hubiera podido se habría sonreído, pero las gotas de agua no sonríen delante de los humanos, aunque se divierten todo lo que pueden. Aquella promesa era resultado de su corta edad, del sentimiento de indefensión y del poco tiempo que llevaban en este estado. Momentos antes de este suceso, aquella gota acababa de materializarse cuando la nube en la que se encontraba pasó por aquel banco de aire frío. Se precipitaba junto a otras muchas, pero para ella, arriba, abajo, o el hecho de caer, no significaba nada.

 

Fue a dar a una piedra inclinada y se deslizó por ella hasta un charquito donde unas que le habían precedido, se habían agrupado aprovechando aquel hueco de la roca. Otras se iban incorporando. No sabían muy bien porqué estaban ahí, pero el hecho de verse juntas las tranquilizaba.  Sin darse cuenta otras hermanas seguían llegando; después de unos momentos, las que se encontraban en el lateral se iban precipitando suavemente de un nivel a otro, permitiéndoles en cada salto ir formándose una idea del entorno.

 

Aquel hilillo se fue uniendo a otros para, casi sin darse cuenta, formar un respetable curso de agua que se precipitaba con energía entre aquellas peñas desiguales. Avanzaban en gran número y tan en contacto…, sin embargo ella se sentía una gota única e irrepetible disfrutando en aquel río de montaña.

 

Así revisaba sus recuerdos y los diversos tipos de gotas que había ido conociendo. Unas aprendían a ser parte de plantas o de animales. Las había que se especializaban en dulzores y buscaban formar parte de frutas. Otras preferían el movimiento y encontraban desniveles, remolinos, surtidores,… Las que experimentaban el tiempo se dejaban atrapar en zonas pétreas o bajo capas y capas en forma de nieve o de hielo en algún glaciar. Las que se inclinaban por las altas temperaturas del interior de los volcanes salían a la superficie por los manantiales termales o por los géiseres. La infinidad de posibilidades le parecía sorprendente entonces, cuando aún tenía hecho poco recorrido.

 

El curso de montaña se fue amansando conforme ganaba en volumen y se abría el paisaje.

 

Empezaban a notar un ambiente salino que a pesar de ser nuevo, parecía familiar y hasta agradable, como si ya hubieran pasado por esta situación. El entorno muy distinto. Nuevos y variados seres de mil colores y formas se movían entre ellas. Las algas que ahora encontraban bailaban aferradas al suelo o a las rocas, formando agrupaciones que favorecían la protección y diversidad de la vida.

 

Ahora ya tenían una cierta madurez y elegían a dónde dirigirse, o qué explorar, e incluso a qué o con quién jugar.

 

En la superficie, aprovecharon una ola que había generado una ballena al zambullirse para, aupándose, otear el horizonte. Vieron un acantilado donde grupos de olas iban y venían jugando a hacer espuma y hacia allí se dirigieron. Al llegar, descubrieron que era más complejo de lo que parecía, pues en ese ir y venir, aprovechaban para lamer las rocas, pulirlas y horadarlas, ayudándose de pequeñas partículas que se desprendían con el vaivén. Había compañeras que llevaban muuuchas mareas jugando este juego. Descubrí cómo hacían la espuma. Algunas, según pasaban por la superficie, cogían aire y haciendo una pátina luminosa y blanquecina lo envolvían hasta el momento de chocar en que quedaba liberado.

 

Fuimos haciendo amistades e intercambiando experiencias.

Una comentaba: “Cuando vine la primera vez, este muro  era más vertical y no tenía esos orificios allá en lo alto, por donde salto a veces. ¡Por cierto!, vosotras, ¿habíais estado por esta zona?”.

– “Venimos de muy lejos, –  contesté resuelta, dándome importancia– de unas montañas que están tierra adentro y…”

 Me interrumpió categórica – “Si venís de tierra adentro, no es muy lejos”

“Bueeenooo, – seguí – hemos tardado más de… Fíjate si hemos viajado, que la luna se ha puesto tres veces así de grande y nos iluminaba por las noches… y cuando íbamos por…” – esta vez callé, al advertir que cuchicheaban entre sí. Intuí que algunas, o quizá todas ellas, habían viajado más que nosotras y no se impresionaban fácilmente, aunque el relato fuera entusiasta.

 

Después de aprender y dominar esa situación, sentíamos que había que explorar nuevos mundos y nos dirigimos a mar abierto con la intención de visitar las profundidades. La fauna fue cambiando conforme bajábamos. De pronto una masa enorme y ondulante se fue abriendo paso en dirección a donde estábamos. Una enorme serpiente, grande como un velero, recorría el lugar observando con una cierta frialdad, todo lo que la rodeaba. Nada tenía que temer, sin embargo su aspecto era imponente, armoniosa en sus movimientos y parecía que acababa de capturar algo, o quizá estaba comiendo. Cuando los detalles quedaron claros por la proximidad pude ver que el interior de su boca estaba ocupado por una cabeza de mujer que a su vez observaba todo y se movía con soltura en su interior.  Formaba parte de ese curioso ser. Calculé que seríamos muchísimas las desplazadas a su paso, pero al mover su columna en curvas verticales, las desplazadas fueron las que estaban encima y debajo de la zona por donde pasaba.

 

Seguimos profundizando mientras desaparecía la fauna. Pronto descubrimos que lo que disminuía era la luz y no el número de seres y los que por ahí estaban se habían adaptado a la presión con caparazones y formas especiales, con apéndices capaces de percibir sus posibles capturas, con mejores olfatos y hasta con ingeniosos tejidos fosforescentes de mil colores y formas que los diseñadores siderales, habían imaginado para ellos. Llegué a una zona que se hacía más densa. Una especie de limo negro finísimo se había depositado en aquel lugar, dando una impresión un poco angustiosa, fría, triste,… Una compañera que experimentaba la oscuridad desde hacía tiempo me informó que era un depósito de sentimientos humanos bajos, densos y oscuros que estaban pendientes de ser reciclados. Extraños y viscosos seres se nutrían de esos lodos y al acercarnos se removían diluyendo la concentración en niveles superiores como si fueran manchas de negro de humo que volvían a sedimentarse al retornar la calma.

Más allá, una extraña y fortísima corriente nos succionó a través de un grueso conducto que nos hizo pasar por una sucesión de  tamices de textura y composición diversa, con bacterias especializadas para depurar todas esas sustancias. Desembocamos en una zona de mar abierto mediante un manantial, al lado de otras surgencias de agua limpia y transparente. Éstas habían sido depuradas de contaminaciones químicas,  o producidas por explosiones nucleares u otras causas.

 

Regresamos de nuevo a la superficie.

 

En la lejanía unos promontorios cubiertos de vegetación anunciaban nuevas posibilidades y retos. Sin embargo en lugar de encontrar acantilados escarpados y costas abruptas, una sucesión de playas arqueadas de arenas finísimas y blanquecinas ponían en contacto la masa de agua con las bases de sus faldas.

 

Frente a una de ellas especialmente ancha, tropezamos con unas rosas blancas. Flotaban, al tiempo que se distanciaban suavemente. Un grupo de personas las ofrecían para honrar a IEMANJÁ al comenzar el nuevo año. Los protagonistas absortos en sus ritos  y oraciones estaban ajenos a la hermosa presencia que recibía con agrado este donativo. Sobre las aguas una Dama de largos cabellos morenos, irradiaba una luz firme aunque no cegadora de tonos rosados. Su vestido de un azul celeste claro y radiante, se mecía con suavidad. Retazos de tul finísimo con adornos de nácar y coral se repartían entre las estrellitas intermitentes que adornaban su silueta majestuosa. La cara, beatífica, tenía una expresión amorosa y maternal mientras observaba a los oferentes, que embebidos en su quehacer, no reparaban en la Señora de su devoción. Un dulce y sinuoso cantar de un coro de sirenas envolvía el ambiente con suaves melodías. Mientras los Ángeles del Agua  rociaban a los devotos con elixires de aguamarina, sin olvidar a un grupito de bebés, que apartados de la orilla habían dejado de jugar con la arena, para observar sonrientes la totalidad de la escena.

Elegimos una zona calma para reposar y asimilar los últimos episodios. Una gota con la que habíamos coincidido en alguna aventura se dirigió a un grupito que comentábamos en un aparte: –“Tengo un mensaje para vosotras” – nos dijo – “Neptuno me envía para comunicaros algo. Venís viajando juntas desde hace tiempo, según creéis. Períodos en forma de vapor y otros, materializadas en forma de agua, acumulando experiencias, conociendo facetas de este planeta, colaborando con sus distintas formas de vida. Vuestro viaje está ya al margen del tiempo; llegasteis a este planeta azul mediante un cometa que se acercó demasiado a su órbita y fue atraído por él. Ya habíais estado en otras estrellas, en otros sistemas solares y encontrasteis la forma de trasladaros de unos a otros. Estáis aquí para experimentar, para aprender, pero también para SERVIR. Sirviendo es como más os enriquecéis, porque dando a las otras gotas vuestro apoyo y conocimiento el universo os devuelve no sólo gratitud, sino también oportunidades, ayuda en los nuevos retos, sabiduría y lo más importante os integráis de lleno en la GRAN OBRA siendo cocreadoras con EL CREADOR”.

 

No teníamos nada que decir. Sólo agradecer a la compañera su papel de mensajera y mandarle nuestro amor agradecido a Neptuno desde lo más profundo de nuestro ser por mandarnos su mensaje, a nosotras, un grupito de humildes gotas, que el único mérito que teníamos era quizá unas moléculas más de atrevimiento, eso sí, mantenido a lo largo de ciclos y ciclos.

   

Tormenta Autoexistente Azul, Kin 199

bastian.bux@terra.es

El Mensajero del Aire

El Mensajero del Aire Había oído hablar de un curioso personaje que estaba muy relacionado con objetos movidos por el viento. No sabía muchos detalles, sólo, que era persona de edad avanzada y en la zona era tenido por raro cuando no por loco. Averigüé dónde vivía pensando que podía ser interesante conocerlo.

Me dirigí resuelto a encontrar la que ya en mi imaginación había bautizado como “La casa de los vientos”. Tomé el camino que conducía a los montes donde se encontraba mi objetivo, disfrutando de los tonos amarillos, rojos y castaños que el final del verano imprimía en algunos árboles.

Después de subir a la redondeada cresta de la montaña desde donde se divisaba el valle inmediato, escudriñé el paisaje, intentando descubrir la casa que buscaba. Un pequeño río recorría con suavidad su eje central desviándose en ocasiones en busca del desnivel. Pequeñas aldeas dispersas y alguna casa aislada, que parecía trepar por las laderas del valle, daba la sensación de que el tiempo caminaba al ritmo del indolente ganado que salpicaba el paisaje. Ningún edificio me llamaba especialmente la atención a esa distancia, eran de aspecto sobrio y tenían pequeños huertos adosados con algún árbol frutal.

De pronto reparé en uno que se encontraba sobre una loma a la entrada del valle. Aquél sí tenía peculiaridades. Parecía desde la distancia más colorido y adornado que los otros.
Descendí por la ladera hacia el valle, esperando encontrar un camino que se desviara en la dirección apetecida. Llegué a un cruce donde varios indicadores informaban de los nombres de las distintas aldeas; uno de ellos señalaba la salida del valle y tomé esta dirección por considerarla la más apropiada. Por el camino ancho y nivelado se andaba con facilidad. Pronto divisé el montículo al que pretendía llegar a través de un caminito que salía del que estaba recorriendo. Se veían banderolas y cordeles de los que pendían telas de colores diversos; una variada gama de sonidos de flauta y tintineos salía del lugar, imitando a una curiosa agrupación musical que afinara sus instrumentos antes del concierto. Desemboqué en un llano tras un viejo edificio, parte del cual estaba derruido. En una esquina, un mastín adormilado estaba echado sobre la hierba. Cuando llegué, abrió un ojo sin sobresalto, considerando que si de un enemigo se trataba, no parecía muy peligroso. Conforme avancé, el perro se desperezó y hasta ladró dos veces sin mucho entusiasmo, más, para hacer notar a su amo que cumplía bien sus funciones que para ahuyentar al visitante.
– “¿Qué pasa Brisa?” – se oyó una voz que venía del otro lado de la casa.
Me adelanté con cautela, intentando ponerme a la vista de la persona que había hablado. Simultáneamente un minúsculo perrito de pelo largo, salió ladrando como si en ello fuera su vida, tan decidido, que frené en seco el avance.
– “¡Calla, Tifón!, que sólo es una visita”. – dijo la misma voz, procedente de un pequeño huerto que había delante de la casa, mientras se dejaba ver. – “Pasa, pasa, que no hacen nada.” Mientras el perrito aún inquieto retrocedió tras los pies de su amo sin dejar de gruñir, la perra mastín se aproximó a olerme, volviendo pronto a su lugar de sesteo. El hombre, delgado, tostado por el sol, de pelo cano y de edad indefinida aunque avanzada, se movía con agilidad, denotando energía y salud. – “No estamos acostumbrados a ver gente por aquí. Los del valle dicen que estoy “algo aventao”, algo loco quieren decir, pero a mí me hace gracia y hasta me halaga el epíteto”. – Siguió hablando mientras con el gesto me invitaba a acercarme.
– “Estaba paseando y me he atrevido al ver…” – comencé a decir mientras observaba discretamente el entorno, empezando a descubrir, qué era lo que producía los sonidos ahora más claros y variados. Numerosos adornos de metal, campanillas, cañas agujereadas, tubos diversos colocados en ángulos diferentes, por aquí y por allá eran mecidos o atravesados por el viento ocasionando aquella curiosa y desordenada sinfonía. Lo más sorprendente era que en una rama de un arbolito, había un violín que bien apoyado entre los brotes parecía abandonado.

El hombre aunque sociable y comunicativo, no se relacionaba mucho con los vecinos del valle y cuando encontraba a una persona receptiva, no perdía la ocasión de hablar de sus aficiones e inquietudes. - “Yo me llamo Silverio…” – dijo mientras entraba en la casa; salió al momento con dos manzanas que me ofreció. Tenía los ojos claros y sin embargo profundos, como si recogieran en el fondo, toda la información que su viveza le había aportado a lo largo de años de miradas.

En una piedra, a la izquierda de la puerta de entrada, habían grabado con un cincel en letra menuda pero clara, los siguientes versos:

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba
San Juan de la Cruz

Pronto se estableció una animada conversación en la que fuimos poniendo en común procedencias, inquietudes y aficiones. Silverio tenía ganas de conversar y mucho recorrido vital. Se fue explayando sobre su antiguo trabajo de cartero, sus viajes y cómo había recalado en aquellas ruinas que trabajosamente estaba reconstruyendo. El monasterio casi derruido por un incendio en los primeros años del siglo XIX, había sido abandonado por los monjes.

Allí trasladó todos los recuerdos y regalos que con el paso del tiempo había acumulado. Le pedí ver lo coleccionado y mientras mordisqueaba una de las sazonadas manzanas entramos en el edificio.

En esta habitación había todo tipo de instrumentos de viento, trompetas, flautas, ocarinas, cuernos, caracolas y hasta una corneta abollada y herrumbrosa que encontró cuando recuperaba piedras para la obra.

En la siguiente el contenido era obvio, pues en su puerta dos plumas coloridas y chiquitas… – “¿Has oído hablar de las dimensiones, de la cuarta, la quinta, etc.?, pues el sonido del viento y de los pájaros corresponde a sonidos de la séptima dimensión”, –mientras continuaba entre risas, – “no repitas por ahí todo lo que te digo, o pensarán que mi locura es contagiosa”. Plumas diversas y coloridas, ordenadas por tamaños, estaban por doquier. En el centro de una de las paredes una preciosa jaula vacía, con aspecto de palacete oriental estaba con su puerta abierta como alegoría de la libertad. Ocupando el centro de otra, un estandarte indio, profusamente adornado de plumas me trasladó por unos segundos a una escena ceremonial con nativos americanos.

La siguiente puerta tenía grabado:
“La espada que más corta,
es la espada del perdón”

Al abrirla, gran variedad de sables, espadas antiguas, alfanjes, puñales, katanas, floretes, dagas,… se veían en las paredes; cruzadas, en paralelo o dispuestas en distintos muebles hechos a propósito para que estuvieran agrupadas.

“¿Cómo te aficionaste a coleccionar estas cosas?” – Le pregunté.

“En uno de mis viajes, estando en una plaza, reparé en una anciana que adivinaba el futuro ayudándose de unas cartas. Tras una columna del porche atendía a dos jovencitas. Cuando acabó, entablé conversación con ella y pronto extendió las cartas sobre el cajón que le hacía de mesa, después de hacérmelas mezclar.

Me dijo: “El Aire te ha traído y llevado. Ya has sido mensajero. Sé ahora EL MENSAJERO DEL AIRE, ya que el Espíritu del Aire está contigo”.

No me dijo más. Pagué lo acordado y quedé un tanto decepcionado, pues esperaba alguna orientación sobre preocupaciones del momento. Me fui muy intrigado, con una mezcla de enfado y desconcierto.
Pensando, pensando, empecé a entender que demasiadas cosas en mi vida estaban relacionadas con este elemento, pero era la primera vez que oía hablar del “Espíritu del Aire”. Busqué un sitio tranquilo en un parque próximo y hallé un lugar frondoso y discreto para reflexionar sobre aquellas palabras. Me acomodé apoyado en un árbol y cerré mis ojos intentando calmar mi mente y relajar mi cuerpo. No habrían pasado muchos minutos cuando una ligera brisa me hizo estremecer; abrí los ojos con la sensación de que había alguien más.
– Ahí estaba, mirándome. No sabía cómo se había manifestado ni por qué y enseguida supe que era el Espíritu del Viento, el de las brisas de las montañas y de los mares, de los ventarrones, de las tormentas y de las bocanadas que tan continua e inconscientemente dábamos, oxigenando hasta la última de nuestras células.
No podía decir que estaba plantado ni tan siquiera que estuviera parado, ya que su cualidad intrínseca era el movimiento y se presentaba con una leve ondulación que asocié a un pez “lámina”, vertical y transparente, flotando y mostrándose de perfil para que pudiera apreciarlo con más facilidad. Sus límites, si se puede decir que los espíritus los tienen, eran difusos; parecía nadar a tres palmos del suelo y curiosamente y contra toda lógica no era de una pieza. Parecía estar formado por rectángulos sinuosos dispuestos ordenadamente. Siendo todos transparentes, los que se encontraban en los límites superior e inferior así como la parte de atrás, por decirlo de alguna forma, se hacían más sutiles. No estaban ensamblados, sino que había un tenue espacio entre ellos que lo hacía más grácil y efímero. Seguramente se presentaba dejándose ver proporcional a mi estatura y a las cosas que me eran familiares. No tenía brazos ni piernas ni tampoco cabeza, sin embargo algo equivalente a un ojo me miraba, en la parte que yo identificaba como delantera. Lo observaba mientras por mi mente pasaban de forma atropellada mil preguntas para hacerle.”

Silverio me hablaba con entusiasmo, queriéndome hacer partícipe de aquel momento tan especial.

“Le pregunté – siguió Silverio – quién era y si tenía algún mensaje para mí – Me sorprendí al hacerle la pregunta. El Ser, seguía flotando sinuoso y al tiempo oí como una voz sin sonido, se expresaba directamente en mi interior.
– “Yo SoY el que traslada las fragancias de las flores, los globos que escapan de los niños, los suspiros de l@s enamorad@s y hasta los apetitosos olores que huyen juguetones de las cocinas. Las nubes y las aves juegan conmigo. Yo SoY el que mece a las plantas y sostiene a los aviones, el que mueve las olas y traslada a los veleros. Yo SoY el que ventila vuestros pulmones y forma los huracanes, el que lleva la música y desata las tormentas de arena. Yo SoY en suma, un estrecho colaborador de la Madre Tierra, que le sirve y le ama y comparte con ella, desde tiempo inmemorial sus bellezas y evolución”

Quedé expectante unos segundos que me parecieron eternos. Me atreví a decir, o mejor, a pensar:
– “La anciana me dijo que fuera tu mensajero, pero ¿cómo?, si tu presencia permanente es el mejor mensaje. Continuamente te muestras de mil formas y yo…”
De nuevo la voz sin sonido se expresó en mi interior: “La mayoría de los humanos se acostumbran a lo cotidiano, de forma que no reconocen ni valoran sus cuerpos, a las otras personas, otros seres y elementos de la naturaleza, con los que continuamente están interactuando. Si fueran más conscientes de sí mismos y de que forman parte del TODO, no contaminarían las aguas, la tierra y a mí mismo, y evitarían que se produjeran grandes reajustes, que para muchos resultan ser catástrofes. Tú, como muchos otros en distintos lugares de la Tierra, has sido respetuoso con la misma y este respeto debe crecer y contagiar a otras personas, de manera que disminuyan las distintas formas de agresión a la Madre Tierra. Disfruta del viento como lo hacías de niño y encuentra formas de extender este respeto”

Mientras lo miraba aun sorprendido, hice un leve movimiento de cabeza, mezcla de asentimiento y reverencia; al tiempo, recibía como contestación a mi gesto una graciosa cabriola y con un torbellino juguetón, el Espíritu del Aire, se difuminó definitivamente.”

Siguieron visitando las otras estancias donde había abanicos, cometas, artilugios voladores, boomerangs, todo tipo de hélices, brújulas, veletas y muchos otros objetos que desconocía.

Mientras iban visitando las distintas estancias, Silverio, le iba contando anécdotas y haciendo comentarios sobre lo que iban viendo. “Si te fijas – le comentaba sonriente – mi afición es una curiosa contradicción, lo aéreo, el cambio por antonomasia, objeto de colección, lo que conlleva fijación, permanencia e incluso obsesión.”. – No entendía muy bien todo lo que me contaba mi anfitrión, pero procuraba no perder palabra.

Al final del pasillo abrió la última puerta, la única que estaba cerrada con llave. En su centro ponía:
Gracias “EOLO”

Antes de que encendiera la luz le pareció ver pequeños resplandores o fogonazos que iluminaban ocasionalmente la estancia. En estanterías, bien ordenados, unos frascos de cristal de unos dos palmos de alto y uno de ancho, … ¡no podía ser!, contenían gran variedad de vientos y en el estante de la derecha, hasta pequeños huracanes y tormentas con sus rayos, de donde salían los momentáneos golpes de luz. Cada uno de ellos tenía el nombre del contenido, rotulado cuidadosamente en la parte superior:

Del Norte: Boreas (huracanado), Tramontana (fuerte), Cierzo (fuerte)
Del Sur: Céfiro (brisa)
Del Este: Helespóntico
Del Oeste: Garbí (Palma de Mallorca), Matacabras (Cádiz)
Otros: Greco o Grecal (cogido al sur de Atenas), Siroco o Xaloc (de Siria, cogido al norte de Damasco), Lebeche (cogido al norte de Trípoli), Euroborus (del SE), Maestro o Mistral (cogido al SW de Roma), Eurocircias (del SW)
Ábrego, Aello (huracanado), Atábulus, Coro, Esciras, Lemosino, Líbico, Meltemi, Regañón, Simoun, Terral, Virazón, Vulturno.
Otros nombres y lugares no conseguí memorizarlos.

“No es que siempre se presenten como está junto a sus nombres, pero es lo más habitual. Hay casos como el Céfiro que en unos lugares es brisa y en otro es un viento tempestuoso” – le explicaba Silverio. Seguimos hablando un ratito más hasta que me di cuenta que se estaba haciendo tarde. Silverio me dijo que volviera cuando quisiera y que podía traer a mis amigos.

Cuando iba a descender, le hice la última pregunta– “Por cierto, Silverio, ¿qué hace el violín en aquél arbolito?”
– “¿Sabes qué día es hoy?, 23 de septiembre. Empieza el otoño y por tanto es el día del Elemento Aire. Como homenaje por ser su día, he puesto ahí mi violín para que lo toque al pasar. Luego soplaré mi caracola a los cuatro puntos cardinales”

– “¡En el fondo, es un poeta!” – pensé mientras comenzaba mi segunda manzana.

Ahora procuraría sentir el aire de otra manera. Entendía por qué en ocasiones había notado la caricia del viento y una vez, mientras una fina lluvia empezaba a humedecer el ambiente, me pareció recibir un sutil beso en la mejilla. Estaba siempre a mi lado y dentro mío vivificándome.

– “¡Como se suele presentar de frente…, no puedo verlo!.”

AÚN NO PODÍA VERLO.

Mientras me alejaba, se extendió por el valle un TUUUUUHHHHH, TUUUUUHHHHH, TUUUUUHHHHH, TUUUUUHHHHH.



Tormenta Autoexistente Azul, Kin 199
bastian.bux@terra.es

Crispín y el estanque.

Crispín y el estanque. Entre las montañas de aquel país había un caserón grande, robusto, lleno de ventanas que lo abrían al paisaje y por las que penetraba el sol iluminando con generosidad sus salas y a sus moradores. Este edificio estaba dedicado a la docencia y en él pasa-ban temporadas muchos jóvenes desarrollando fa-cetas que les enriquecían y preparaban para la vida.

Crispín era uno de los muchos niños de aquel cole-gio mixto. Ya había estado en otras ocasiones y cada vez aprendía cosas nuevas, de las actividades previstas, de sus compañer@s de clase y también de sus correrías por los alrededores, ya que le gustaba caminar por los bosques, disfrutar de la naturaleza y descubrir sus rincones. En ocasiones se había tropezado con distintos ejemplares de la fauna silvestre del lugar, que tan sorprendida como él, y un tanto escarmentada por la presión de los cazadores en épocas anteriores, huían rápidamente. Aun así no era raro encontrar algún conejo, zorro, tejón, jabalí, corzo o ciervo que tranquilos, hasta que lo veían, deambulaban en busca de comida o agua, abundante por aquellos parajes. Lo que más disfrutaba era de la visión de los pájaros, más fáciles de observar, en mayor número y variedad.
- “¡Si fuera pájaro!
Empezaba a soñar…
- “Haría…, iría…, vería…”
Sus ensoñaciones le llevaban al futuro
- “Haré, iré, seré…, pero, no puedo, es difícil, cuando sea grande, ya veremos…”
No era muy consciente, pero sus miedos le encorse-taban no dejándole disfrutar plenamente del mo-mento y poniendo cortapisas a sus posibilidades.

Un día oyó hablar de un hada que moraba en uno de los bosques que en ocasiones visitaba. Ella, al parecer aclaraba dudas, facilitaba información y sin pensárselo dos veces salió decidido a encontrarla. Llegó al lugar indicado, tenía una fragancia y luminosidad especiales, había muchas flores y una senda bien marcada que conducía al lugar donde se debía dejar el mensaje. En una hornacina de musgo, había una bandeja de plata y un cestillo cubierto por un pañito de ganchillo con adornos florales y cabezas de cisnes. Dejó sobre el pañito la ofrenda al hada y siguiendo las instrucciones, sobre la bandeja, el papel, que cuidadosamente doblado contenía en breves líneas el mensaje para que le dijera qué iba a hacer cuando fuera grande.

A los pocos días, cuando pudo regresar al lugar, sólo estaba la bandeja de plata y sobre ella un papel enrollado con una cinta rosa, que primorosamente enlazada lo sujetaba. En la parte superior unos pé-talos dispuestos con maestría semejaban una mari-posa volando sobre un fino arco iris; parecía obser-var simultáneamente al lector y a la lectura. Al des-enrollarlo, un poco ávido de información, las letras se presentaban con una caligrafía redondeada y uniforme sobre un fondo verde suave. El mensaje era claro y directo:

- “Tu camino está trazado y bien definido, pero te encuentras con fuerzas mayores con las que tendrás que luchar y están dentro de ti. Me es-toy refiriendo a tus miedos, ellos frenan tu ca-mino de luz. Tus miedos están ahí para hacer su papel con los del otro lado. Debes pedir a tu Ángel de la Guarda y al Ángel del Camino que te abra todos los frentes para que no luches só-lo y puedas desarrollar tu misión en este pla-no”.


La sorpresa con mezcla de desconcierto, se reflejaba en la cara de Crispín. Por un momento le pareció que la mariposa de adorno sonreía desde su ángulo de papel. Al mirarla con más atención se sobresaltó, por la belleza y resplandor que empezó a emitir al tiempo que salía volando. ¡Era el HADA! Se había camuflado en el dibujo para observar divertida al tiempo que corroboraba con su presencia el contenido del escrito. En el delicado papel había quedado su silueta apoyada en el arco iris, su luz había impregnado el papel cambiando ligeramente el color del mismo en esa zona.

Nuestro protagonista, se creía valiente y lo era para muchas cosas, sobre todo no le daban miedo los animales, andar solo por el bosque, tantas cosas… pero estos miedos estaban ahí, agazapados en el día a día, sin saberlo siquiera, parasitándole y frenando su crecimiento y sobre todo el disfrutar del momen-to dejando que la información que tan abundante-mente le llegaba desde tantos ángulos le formara. Ahora comprendía que parte de las ensoñaciones eran una forma de huir de esta realidad que le pre-paraba para futuros viajes y trabajos.

Tenía información nueva y debía aprovecharla. Pidió a su Ángel de la Guarda y al Ángel del Ca-mino le ayudaran a encontrar sus miedos. Salió al día siguiente como siempre con lo puesto, pues sus excursiones eran de un par de horas y con la con-fianza y la convicción de quien va bien guiado y bien acompañado. Reiteró su petición y emprendió la marcha.

Comenzó a caminar con decisión y pronto, casi inesperadamente, se dio de bruces con un pequeño estanque. Había llegado a él de manera fácil, por un lugar que ni tan siquiera tenía senda, sin embargo de cómodo paso. Comprendió que el Ángel del Camino lo había ido orientando, con tanta suavidad que ni se había dado cuenta que lo guiaba. Había estado por el lugar en otras ocasiones que buscaba fresas silvestres o setas, e incluso se había refresca-do o bebido en ese estanque. Estaba claro que ahí quizá encontrara alguna pista. De pronto le llamó la atención las rugosidades de un tronco, que combi-nadas con hojas caídas, parecían formar una frase. Sólo un buen observador habría reparado en ello. Miró con detenimiento el tronco en el que se podía leer: “Estanque de Crispín”. Ahora comprendía que era el Ángel de la Guarda quien le estaba dando una pista nueva.

Después de desvestirse con rapidez, se sumergió en el agua descubriendo enseguida, arrebujados en una especie de cordel de algas, unas sombras que parecían moverse e incluso subir a su encuentro. Describir lo que veía nuestro protagonista no era fácil; estaba acostumbrado a los animales del bos-que o de la pradera, a los que volaban y reptaban o toda la gran variedad de insectos o larvas que en ocasiones había observado en la madera en des-composición. Estos seres eran especiales y los asoció a esos del inframundo, un tanto atormentados que describen los libros de Ende o Tolkien con los que tanto disfrutaba. Eran blanditos, de tonos grises, de límites redondeados y poco concretos, de aspecto triste, se apelotonaban y empujaban para avanzar dos impulsos y retroceder uno, teniendo una habilidad especial para colocarse detrás de los otros con rápidos giros de su cuerpo. No eran numerosos, quizá dos o tres claramente definidos y otros en formación, no estaba claro ni por el lugar donde estaban ni por su misma naturaleza. Crispín los cogió con delicadeza para subirlos a la superficie, se apretaban contra el hueco de su mano mientras sin saberlo le hacían cosquillas en la palma. Cuando en la superficie los pudo ver en detalle, tan indefensos… los miró con ternura, al fin y al cabo eran algo suyo y a pesar de no ser muy grandes se habían nutrido con su ener-gía, con toda la que no usaba o con la que una vez activada, era recortada por ellos retardando la lle-gada a sus diferentes metas. Los observó breves momentos mientras les mandaba una mirada amo-rosa, recordando lo que le había dicho el hada: “es-tán ahí para hacer su papel”. Inmediatamente se empezaron a transformar, iluminándose primero al tiempo que se volvían transparentes y estallando en un colorido conjunto de chispas doradas, como si de una bengala festiva y silenciosa se tratara, ilu-minando por un momento a Crispín, el estanque y aquel rincón del bosque, convirtiendo el momento y el lugar en una experiencia poética que nuestro protagonista no olvidaría.

Se vistió con la misma celeridad con que se había quitado la ropa, pero con más alegría. Se sentía lleno de energía y con más lucidez. Estaba ávido de regresar al caserón con sus compañer@s, no tanto para narrar su experiencia como para vivir la libe-ración. A partir de ahora seguro que alcanzaba sus metas con más facilidad, pensó que si así no suce-día, tendría que revisar su estanque para ver si al-gún miedo estaba en formación. Partió feliz y su alegría le hacía ver todo más luminoso y colorido.

Volvería más veces a su estanque a explorar y aprender.

Tormenta Autoexistente Azul, Kin 199
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